Hospitalidad-Trashumancia

Hospitalidad-Trashumancia
De la Hospitalidad-Trashumancia

viernes, 27 de febrero de 2015

FILOSOFÍA Y POLíTICA DE LA CIUDAD


FILOSOFÍA Y POLÍTICA DE LA CIUDAD

Reyna Carretero Rangel*


Medina

Invadida de relojes que dirigen tus pasos,
Ahora lentos, hora veloces.
Compremos estrellas y lunas matutinas
Para iluminar esta ceguera eterna,
Que imiten la risa en mi boca,
Que encandilen mi alma.
Brújulas efímeras, mapas evanescentes,
Murallas de Sésamo, que abren y cierran
Para indigentes trashumantes.
(Carretero, 2009: 33)

Filosofía y política de la Ciudad es el tema que guía nuestra reflexión, y a la que estamos invitando se una el amable lector. Es preciso iniciar afirmando que algunas características del actual panorama social no son tan inéditas. Puede decirse que ya existían en las metrópolis antiguas, con su propia especificidad, procesos tales como la presencia de múltiples eventos simultáneos, la movilidad frenética, el intercambio tecnológico, la confluencia de extranjeros, lenguas, costumbres e identidades. Un ejemplo precioso nos lo ofrece Baltasar Porcel en su texto Viajes expectantes:

“Naturalmente, Djerba es África. Pero más aún es el Mediterráneo, ese viejo conglomerado de pululaciones, de paisaje solar, de relativismo. ¿Cuántas razas se habrán fundido en Djerba? La pequeña isla ha sido dominada por griegos, por fenicios, por romanos, por árabes, por turcos, por catalanes, por españoles, por franceses. O esta referencia a Marrakech: “eje de la llanura de Haouz, polo de atracción de toda esta zona de Atlas, múltiple y laberíntico y pululante mercado, ha sido siempre el punto de partida de esas frenéticas familias bereberes, destruyéndose y sucediéndose mutuamente” (Porcel, 1994: 29).

Lo mismo puede verse en otros lugares del Mediterráneo, Medio Oriente y el Lejano Oriente, para no mencionar las grandes capitales de la América precolombina, como Tenochtitlán, que impresionó tanto a los conquistadores por sus infinitas mercancías y vitalidad social.  Actualmente sería incontable el número de ciudades que comparten tales características o que rápidamente se van transformando en ese sentido. Así, se amplía la gama de las tradicionales urbes del llamado “mundo desarrollado” (Nueva York, París, Roma, Berlín, Tokio, entre otras), para incorporar a los nuevos polos mundiales (Beijin, por ejemplo), y las ciudades de los países “en desarrollo” (Ciudad de México, Brasilia, Bombay, Lagos). En cualquiera de los casos se hace patente la re-actualización de una serie de fenómenos que, en su propio tiempo y con su propia particularidad, modifican la faz de la organización del tiempo y del espacio social y, por tanto, la forma de vida de sus habitantes.

“La vieja Bombay ya no existía, y no la había matado la decadencia y el estancamiento sino la asfixiante urbanización [...], ahora estaba el universo socialmente amorfo de la megaciudad, laxamente extendida entre su extremo rico y su extremo pobre [...] Diferentes historias viven unas junto a otras, todas mezcladas, oponiéndose a ser representadas como un paso fluido del cosmopolitismo al nativismo y el comunalismo” (Prakash, 2006: 212-216).

Por ello, a la extrema velocidad se suma el amontonamiento y el barroquismo temporal y espacial. En el caso del primero se trata de un exceso de tiempo que, paradójicamente, se vive de manera simultánea con la ausencia de tiempo libre o falta de tiempo a secas, para dar cuenta de la vertiginosa presencia de las cosas. Este barroquismo, alude, en palabras de Fernández Christlieb, a un impulso “llenalotodo”, de “desoquedad”, donde los espacios libres (y nosotros diremos también que el tiempo) son experimentados como ausencias dolorosas que hay que ocupar y obturar; aunque tal saturación sea “un hueco al revés que se siente dentro de uno mismo” (Fernández Christlieb, 2005: 39). Tal  compulsión saturante “es el rescate de la superabundancia de acontecimientos que corresponden a una situación que podríamos llamar de “sobremodernidad” para dar cuenta de su modalidad esencial: el exceso” (Augé, 2004: 36).
Unos dirán que dicha proliferación moviente es expresión de una cierta  actitud del hombre ante la vida (D’ors, 1964); un “delirio” que “da al hombre un lugar distinto que ocupaba en la jerarquía de los seres”, en tanto es ruptura de las formas de vida en donde se trata de “realizar una tarea infinita, cuya intencionalidad se halla vacía” (Duvignaud, 1982: 108- 126). Esto es así porque el exceso, las yuxtaposiciones, la multiplicación de elementos cuyo movimiento se extiende por el espacio y el tiempo no permiten más que sentimientos interiores de inmediatez, donde la gente “[...] siente un vacío por el rumbo del corazón, un hastío, un sin sentido, como si algo le faltara.” (Fernández Christlieb, Idem), en tanto, “su estructura de excesos y proliferaciones no permite ‘formar’ la imagen global” (Chiampi, 2001: 94).
Esta es la configuración temporal y espacial del nuevo Homo barocchos, cuya vida en las metrópolis contemporáneas corre “como una red de conexiones, de sucesivas filigranas, cuya expresión gráfica no sería lineal, bidimensional, plana, sino en volumen espacial y dinámica (Sarduy, 1972: 175).   Ya que como señala Jameson, la persona actual no puede ser otra cosa más que “montones de fragmentos” aleatorios y azarosos ante su imposibilidad de “extender activamente sus pro-tensiones y sus re-tensiones en las diversas dimensiones temporales y de organizar su pasado y su futuro en forma de experiencia coherente” (Jameson, 1984).
Pero en este panorama de las metrópolis Aleph también es necesario recuperar un componente fundamental y muchas veces olvidado: el poder de la gestión del tiempo y del espacio para catalizar la “violencia física que pueden ejercitar los individuos unos contra otros”; una catalización que es más bien domesticación de la violencia mediante su canalización y sublimación en prácticas y rituales cotidianos (Kurnitzky, 2000: 9).
Cabe, por lo tanto, preguntarnos por las formas actuales de esa canalización de la violencia directa, social y simbólica que ejercen unos seres humanos sobre otros; en tanto ésta ha salido de su circunscripción y limitación ritualizada, rompiendo los límites temporales y espaciales que en otros momentos la contenía. Recordamos a Alberto Melucci quien, para sus reflexiones temáticas habla de que un límite “representa confinación, frontera, separación, por tanto también significa reconocimiento del otro, el diferente, el irreductible. El encuentro con la alteridad es una experiencia que nos somete a una prueba: de ella nace la tentación de reducir la diferencia por medio de la fuerza, pero también puede generar el desafío de la comunicación como emprendimiento siempre renovado” (Melucci, 1966: 129).
Con esta definición puede decirse que la gestión de la violencia se presenta, dentro de estos rasgos temporales y espaciales arriba esbozados, en términos de una transgresión liminar, es decir, atravesando fronteras y límites aparentemente fluidos y accesibles a todo mundo, pero afectando de manera selectiva a quienes están adentro o marginados del reino de los excesos y acumulación de objetos y con una especial forma de experimentar la velocidad del tiempo. De ahí que las metrópolis actuales, definidas  como Metrópolis Aleph sean, además de la proliferación de realidades simultáneas, una “narración de la desmesura, del sin límite, de lo impensable, de lo insostenible, de lo que no puede simbolizarse, pero en términos de una realidad exorbitante “[...] al punto que, en el relato, sólo la narración de la infamia podría captar su poder” (Kristeva, 2006: 35).
Hablaríamos así, —junto con el Lefebvre de los estudios de la modernidad— de la fragmentación y ruptura del tiempo y espacio cotidiano que “cobra el aspecto aterrador [...] de prácticas fragmentadas, parceladas, locales, homogeneizadas y dominadas por sistemas de relaciones de equivalencias, el mercado, los contratos, la legalidad, el discurso. Tanto el espacio, como el tiempo, la vivencia y lo concebido se presentan con el aspecto homogéneo-roto. Cada fragmento remite a todos los demás”.  Puesto que, como nos dice en otro momento “[...] en semejante mundo, donde ya no hay (donde jamás hubo realmente) asiento ni cimientos, donde el lenguaje mismo (en el cual se creyó ver en Occidente una substancia) se sustrae, donde el suelo se estremece (los referentes se derrumban, las capacidades y potencias autonomizadas se afirman cada una en sí, para sí), lo que se llama ‘anormalidad’, ‘diferencia psíquica’, o ‘neurosis’ se vuelve normal”(Lefebvre, 2006: 223- 284).
El tiempo y el espacio no son, entonces, una propiedad objetiva e independiente de las cosas. Dependen de las maneras como los hombres elaboran su experiencia de apropiación del mundo y, por tanto, de la percepción y conciencia que se tiene de ellos. Para el caso concreto de nuestra reflexión evocamos a Morris Berman para quien dicha percepción y conciencia cambian según se tenga un estilo de vida sedentario o nómada. En este sentido el habitante de las megalópolis es un nuevo tipo de nómada en un “mundo flotante”, reflejo dialéctico donde conviven la vida errante y el sedentarismo. Tal como señala Berman, que “[...] en condiciones de movimiento, autonomía y equidad subyace una percepción del mundo que es a la vez natural y admirable, una percepción que  fue la norma durante la mayor parte de la existencia del hombre en el mundo. Estar paradójicamente presente en él. La zona de flujo o movimiento o legado ambivalente. Los nómadas resultan ser agentes de la certeza y de la paradoja, al acoger la incertidumbre como sentido de vida” (Morris Berman, 2004: 236).
Esta característica anterior, resultado del ascenso del nomadismo y la vida errante como un hecho cada vez más evidente y predominante, refleja la esencia de lo social, que no sólo es actual, sino su constante: la fluidez, la circulación, el perpetuo devenir, como ya vislumbraba Simmel en sus estudios sobre la modernidad.  Por otro lado, la constatación de la vida diaria nos confirma que el nomadismo no está determinado únicamente por la necesidad económica o la funcionalidad. Es una “pulsión migratoria” que lleva a cambiar de lugar, de hábitos, de pareja, para alcanzar plenamente las diversas facetas de su personalidad: “Las reacciones humanas, en último lugar, precipitan el movimiento: la angustia precipita el movimiento y lo hace al mismo tiempo más sensible.  El hombre se irritó por no poder seguir el movimiento que le arrebataba, pero no pudo, de esa manera, más que precipitarlo, más que hacer que la rapidez sea vertiginosa” (Bataille, 1992: 87).
Sin embargo, la pulsión al movimiento y la gestión del tiempo y del espacio han entrado a una vertiente actual donde parece que en el seno del sedentarismo de los pueblos se ha desarrollado una movilidad social muy peculiar. Ya no implica sólo el desplazamiento entre esquemas espaciales “estáticos”, sino que son las fronteras espaciales, sociales y simbólicas —e incluso las geográficas— las que cambian, se desplazan, desaparecen, se interceptan o trasmutan con personas y experiencias en constante tránsito.
Con esta versión panorámica sobre las transformaciones en los mecanismos de estructuración social (simultaneidad, movilidad, velocidad y barroquismo, entre otros) nos proponemos desdoblar aquí algunas caras de las Metrópolis Aleph,  dentro de un hilo conductor que no deje afuera la violencia que se ejerce en un mundo de contrastes, como por ejemplo el de la opulencia frente a la miseria. Este dossier tiene un carácter “sui géneris” e impredecible. Los textos que lo componen confluyen como grandes vertientes donde se enhebra la filosofía y la política de forma inédita. Comenzamos así con la cautivadora “Añoranza de la Ciudad” de María Luisa Maillard, quien nos comparte las bellas imágenes que evoca María Zambrano sobre las ciudades. Continuamos con lo que Rosario Herrera Guido llama “una hipótesis arriesgada y polémica”, expuesta en su texto “Por una política más allá de los amos de la ciudad”, que “aspira a promover nuevas formas de subjetivación”. El siguiente texto: “Del llano en llamas a las metrópolis Aleph” alude al tránsito de las comunidades rurales a las ciudades, evocando las imágenes literarias de Juan Rulfo y Jorge Luis Borges. Por último, César García Razo, en su artículo “Hacia la Constitución Política de la Ciudad de México: observaciones desde la sociología sistémica” se propone “analizar el significado jurídico y político de que la Ciudad de México cuente con una Constitución”. Finalmente, en las conclusiones, la filósofa Rosario Herrera Guido expone una enriquecida mirada de los núcleos temáticos de cada artículo presentado.
 Agradecemos su compañía en este viaje por las Metrópolis Aleph.


Referencias:

Augé, M (2004), Los no lugares. Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad, Barcelona, Gedisa.
Bauman, Z. (2001), La globalización. Consecuencias humanas, México, FCE.
Bataille, G. (1992), El erotismo, Barcelona, Tusquets.
Carretero, R. y León E. (2009), Indigencia trashumante. Despojo y búsqueda de sentido en un mundo sin lugar, México, CRIM-UNAM.
Berman, M. (2004), Historia de la conciencia. De la paradoja al complejo de autoridad sagrada, Santiago de Chile, Cuatro Vientos.
Chiampi, I. (2001), Barroco y modernidad, México, FCE.
D’ors,  E. (1964), Lo barroco, Madrid Aguilar.
Duvignaud, J.  (1982), El juego del juego, México, FCE, Breviarios.
Fernández Christlieb, P. (2005), “La Desoquedad”, en La velocidad de las bicicletas  y otros ensayos de cultura cotidiana, México, Vila Editores.
Kristeva, J. (2006), Poderes de la perversión, México, Siglo XXI.
Kurnitzki, H. (2000), Globalización de la violencia, Colibrí-Instituto Goethe de México, México.

No hay comentarios: